Dame una flor y mil historias de vida

Conseguí un único sándwich vegetariano, lo comí, y, como me quedé con hambre, decidí comprarme una factura de postre (larga vida a la comida italiana). Esperé hasta que se liberara un banco en la plaza al frente de la Arena de Verona con mi factura en la mano y mi boca haciéndose agua. No tuve que caminar mucho porque una familia me dejó un lugar perfecto, justo al frente, para sentarme a disfrutar el momento. La vista era increíble y me estaba por llevar a la boca un manjar que exigía concentración para no terminar llena de azúcar impalpable. Mientras intentaba no hacer un desastre y evitar que las palomas se comieran mi postre, se me acercaron un hombre y una mujer. Él comenzó con su presentación en italiano...
Tengo que admitir que al principio no estaba para nada contenta. Mi única intención en ese momento era disfrutar el tremendo monumento que tenía al frente, comer algo rico y pensar en todo lo que estaba viviendo esos días; no esperaba distracciones. De repente, lo escucho decir: “sono argentino”, así que lo frené y le comenté que le iba a facilitar la tarea porque yo también era argentina. Pude notar su alivio y, cuando se relajó, yo también me relajé y empezó la verdadera charla. Me contó que era jujeño y estaba en Verona porque su pareja era italiana. Él estaba enfocado en hacer una flor mientras me hablaba, una especie de origami, pero con la hoja de una planta. Ella solo miraba al principio, pero de a poco empezó a participar en la conversación. Entre los dos me fueron contando como se habían conocido en Bolivia y que ahora estaban trabajando, ella vendiendo pulseras de macramé y piedras, y él haciendo flores a cambio de monedas. Tenían un hijo, que en ese momento estaba al cuidado de sus abuelos italianos.
La conversación cada vez fluía más y se ponía más interesante, tanto que me olvidé de comer la factura por un rato…

Me contaron que su hijo tenía una personalidad salvaje, libre, a pesar de ser muy chico de edad, y por eso, siempre lograba sorprenderlos. Les pregunté si en eso se parecía a los padres. Ya sabía la respuesta. Los dos sonrieron al contestar que si.

Su próximo objetivo era viajar a Argentina porque “no podía ser posible que su hijo no conociera a sus abuelos argentinos”. Me imaginé todas las historias que iba a poder contar ese hijo. Todas las aventuras que iba a vivir sin siquiera darse cuenta de que las estaba viviendo.

Después de charlar un rato y darles algunas monedas, siguieron su recorrido ofreciendo flores y pulseras a la gente de la plaza. Yo terminé de comer mi factura y guardé la flor que con tanta paciencia él había armado. Y me quedé pensando… Me quedé pensando en la cantidad de argentinos que hay distribuidos por el mundo con historias tan distintas. Me quedé pensando en cómo dos personas que viven en dos puntos diferentes del planeta pueden encontrarse y decidir ir en una misma dirección. Me quedé pensando en que no sabía ni sus nombres y que probablemente nunca los iba a volver a cruzar, pero me habían resumido su historia de vida en unos pocos minutos. Me quedé pensando en la historia que hay detrás de cada persona con quien nos cruzamos en nuestro camino y en la cantidad de veces que no conocemos ese relato. Me quedé pensando en lo entretenida que sería la vida si nos abriéramos mas a escuchar esas historias. Con sólo escuchar se abre un mundo de posibilidades infinitas y se entrelazan, aún más, los personajes de cada relato. Cada persona con quién nos cruzamos deja una huella. Así como de forma imperceptible nosotros podemos impactar en otros.

Si un día decidiera armar un libro con los relatos de gente con quienes me crucé en la vida… ¿Qué diría tu historia? ¿Qué es lo que te gustaría contar?

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