Destruir la casa

Cuentan que era tan pero tan chiquitita que nadie lograba distinguirla. Se la pasaba saltando de un lado al otro, siguiendo a los demás en un intento de ser reconocida. Pero en las noches, el dolor del día se volvía insoportable. Igualmente, sentía más el dolor del corazón; ese vacío que no se llena con nada y que parece ser un agujero en el cuerpo. Aún así, al día siguiente volvía a intentar, sin éxito, captar la atención de alguien. No le interesaba quién fuera la persona, ni el motivo que la llevaría a por fin prestarle atención. Pero nuevamente, volvía a casa con una enorme decepción.

Un día, se cansó de corretear y saltar por todos lados, y decidió armar un picnic. Consiguió sus frutas favoritas, encontró la variedad de té que más le gustaba y se sirvió un jugo de naranja en una copa ¿Por qué en una copa? Bueno… ¿Por qué no? Y así, llevó una manta a un parque que siempre la tranquilizaba y se instaló en el centro, rodeada de pasto. Allí dejó las cosas a un lado y se acostó. No pensó en nada y pensó en todo a la vez. Comió cuando su cuerpo le indicó que tenía hambre y después, volvió a acostarse en otra posición. Veía a la gente pasar y le asombraba verlos tan apurados. Corriendo detrás de lo que creían era la vida. Y ahí, se le ocurrió que la vida bien vivida no debería sentirse como algo que se está escapando. La vida bien vivida debería ser aquella que nos sorprenda, cada día, hasta en los detalles más mínimos y, a la vez, nos permita sentirnos en paz. Fue en ese instante que se dio cuenta de que ya no quería correr más. Ya ni siquiera le importaba si los demás podían verla o no.  En ese momento, sintió que las caderas se le ensanchaban y su pelo no paraba de crecer. De repente, la manta le quedaba chica y, por mucho que se lo cuestionara, no le importaba estar desnuda.  Algunas personas se detuvieron a mirarla, pero se les hacía complicado porque los encandilaba su luz. Ya no podía controlarla, así que se relajó y volvió a acostarse mirando al cielo. Su cuerpo le quedaba chico y su casa también. Cuando volvió a su hogar, comenzó a destruir muros, aquellos que antes había construido con tanto amor para formar su lugar seguro. Se asustó cuando se dio cuenta de que ya nada la contenía, pero se animó a correr, sin rumbo fijo, solo por el placer de sentir el viento en la cara. 


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