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Lo tenía muy claro, conocía qué recursos usar para que cada espacio se convirtiera en hogar.

Había llevado lo necesario y se disponía a dejar todo en su lugar.
Su vela favorita ya ocupaba el centro de la mesa, rodeada de cuatro piedras que representaban a cada elemento. Todas sus pertenencias estaban guardadas de la forma más ordenada posible. Arriba de la cama, su libro favorito la esperaba. Y en la mesita de luz, una crema para las manos que no quería olvidarse de usar.

Tenía experiencia adaptándose a nuevas habitaciones. Ya no importaba el tamaño de la cama, el espacio de guardado o la vista. Era capaz de sentirse cómoda en cualquier lugar.

Había sido un camino largo, lleno de pequeños descubrimientos, como por ejemplo, la importancia de respirar cada momento. Tenía identificados aquellos objetos que le brindaban confort y sabía cuáles debía evitar. Conocía las rutinas apropiadas para cada estado de ánimo y armaba sus propios rituales diarios.
Una playlist para escuchar cada mañana. Un cuaderno para descargar cuando lo necesitara. Un aroma que asociara con seguridad. Tenía todas las herramientas. Las había adquirido a lo largo del tiempo en un lento proceso de introspección.

Y ahora, ya no le preocupaba el lugar. Se conocía lo suficiente como para transformar cada cuarto, por pequeño o grande que fuera, en su hogar.

Había entendido que nada podía hacerla sentir fuera de su mundo sin que ella lo permitiera. Y desde ese momento, se auto declaró guerrera protectora de sus rincones, derrocando a todo elemento externo que antes la podría haber hecho sentir ajena a las cuatro paredes que la acogían.

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