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Los cuatro respondieron al llamado de la puerta. Ninguno atinó a hablar, no sabían muy bien cómo proseguir. Todo era un mundo nuevo y aún no conocían el protocolo.

Como niños, observaban la situación con la inocencia de quien descubre un nuevo juego pero aún no conoce las reglas.

Casi al mismo tiempo, entendieron la pregunta; sólo uno de ellos se animó a hablar:

- “Bajamos a desayunar en un minuto”.

La frase despertó a los demás que se apuraron en buscar sus abrigos y celulares para ir al restaurant. Todos sonreían y se movían más rápido de lo que debían para no hacer esperar al personal.

Pasaban los 80 años y se conocían desde hacía más de la mitad de su vida. Los dos matrimonios habían alcanzado una edad en la cual ya no sentían la presión de cuidar el dinero. Habían acumulado lo suficiente como para que les alcanzara para solventar los años que les quedaban por vivir.

Ya no hacían cálculos ni se privaban de hacer los regalos que deseaban hacer. Así como tampoco, esperaban para tachar objetivos de su lista.

Así fue como surgió la idea. José tenía claro que era el momento de ir a todos aquellos lugares que deseaba conocer. Su mujer, que siempre le brindaba su apoyo incondicional, le propuso invitar a sus amigos. No requirió mucho trabajo convencerlos… no era el primer viaje que hacían juntos.

Pero este era especial. El destino era diferente a cualquiera que hubieran visitado antes, y el hotel estaba preparado para brindarles una atención que jamás habrían esperado.

Todo les llamaba la atención y los hacía sentir especiales. Parecían un grupo de niños viajando por primera vez. Cada uno había elegido su cuarto cuidadosamente y cada personalidad estaba plasmada en la mesita de luz.

Lydia había llevado todo su arsenal de maquillaje, no podía no estar a la altura de la situación. Cada mañana combinaba la sombra y el labial con la ropa que elegía para ponerse ese día. Al ser un destino frio, esta era una tarea compleja; el maquillaje debía quedar perfecto con cada capa de ropa.

Marta, en cambio, había usado el espacio para llevar libros. No había podido decidirse así que tenía dos libros y una revista, además del diario que había llevado para su esposo. Juan no podía levantarse y hacer otra cosa que no fuera leer las noticias. Especialmente después de esa semana en la cual las protestas y paros de los trabajadores se multiplicaron. Revisaba cada novedad mientras tomaba las 5 pastillas que ingería cada mañana. Por supuesto, había llevado su pastillero para organizar que debía tomar cada día.

David, por otro lado, no estaba preocupado. Era el más relajado y nada parecía perturbarlo. No salía a ningún lado sin su pequeño cuaderno. A veces, escribía frases sin detenerse a reflexionar mucho sobre ellas. Nadie sabía muy bien cual era el contenido de sus escritos pero tampoco se animaban a preguntárselo.

Los cuatro eran muy diferentes pero ya se conocían desde hace bastante y sabían respetar su espacio. Sabían cuándo insistir y cuándo parar. Reconocían cuando uno necesitaba un consejo y cuando sólo necesitaba hablar. Ya no habia exigencias, cada uno daba lo que podía dar. Se movían en la simpleza de quienes no tienen más pedidos que hacer a la vida.

Y así, con esa actitud curiosa y relajada, bajaron todas las noches de ese viaje al bar. Los cuatro pedían un trago o algo para comer y disfrutaban la atmósfera del lugar. Eran los últimos en irse y no les importaba que la gente los mirara mientras reían a carcajadas. Ya había pasado el momento de vivir para el resto. Los cuatro amigos, tenían claro que estaban vivos para disfrutar cada segundo.

Lydia y Marta se sonrojaban cuando el mozo del bar les devolvía un cumplido, mientras que David y José miraban la situación divertidos. Ya hacía años que habían traspasado el umbral de los celos, pero fingían mostrarse ofendidos, cualquier excusa servía para anhelar un reencuentro.

Y así paseaban los dos matrimonios por todos los ascensores y pasillos, más compañeros que nunca, descubriendo todo aquello que jamás habían vivido y era momento de comenzar a sentir.

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