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Tenía que estar todo acomodado. Nadie podía saber que dentro de la habitación, las cosas ya no encontraban su lugar.
Te tomaste 30 minutos para dejar todo perfectamente ordenado, aún sabiendo que no era necesario. La ropa doblada, las sábanas estiradas, todas tus pertenencias en el baño perfectamente ubicadas. No abriste ningún cajón, ya tenías mucha experiencia en guardar las cosas a tu manera.

Vivías en esa habitación y era tu refugio. No se aceptaban invasores, incluso aquellos con las mejores intenciones. Todo aquel ajeno a tu vida tenía que ver la fachada. La máscara de perfección. Nadie podía conocer tu frustración y aquello que tanto te impedía disfrutar la ocasión.


Te encontrabas en un viaje disfrazado de regalo para esconder los conflictos que amenazaban la relación. Un matrimonio de tantos años que ya no podía disolverse. No era una cuestión de amor ni de moral, era una cuestión estratégica. Ya había pasado el momento de armar una vida en soledad; ahora, uno dependía del otro, y la dependencia seguiría creciendo hasta que uno de los dos no pudiera defenderse de la muerte.
Él salía a esquiar. A ella nunca le había gustado el ski pero si la montaña, así que se perdía contemplando los paisajes, mientras la atacaban preguntas existenciales sobre su vida. Y a la noche volvían, los dos agotados, y se preparaban para dormir, entregados a repetir la misma rutina el día siguiente.

Así pasaron los días, como pasan los años… Y se terminó el viaje. Ambos guardaron sus cosas y abandonaron la habitación que, lejos de haber sido testigo del amor, se volvió parte de la rutina; del piloto automático que sin darnos cuenta nos adormece y de alguna forma, terminamos viviendo una vida que no deseamos vivir.

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